762 curvas y más de 3 horas en furgoneta debían ser suficientes para llegar a un lugar aislado del turismo que vi en Chiang Mai. Pai, el pueblo más grande del valle, me recibió tras cruzar un puente japonés construido en la Segunda Guerra Mundial. Supuestamente, Pai debía ser un pueblecito encantador en un valle amplio y verde. Y debió serlo cuando se instalaron allí unos cuantos hippies a tocar la guitarra, pintar y fumar hierba hace unas décadas.
Por desgracia, tardé poco en darme cuenta de que los tranquilos días de colocón en el hermoso valle habían dejado paso al turismo ya no sólo mochilero, sino también de ‘trolley’ y ‘selfie stick’ de chavales chinos y surcoreanos.
El pueblo tenía dos calles peatonales por las que, curiosamente, sí se podía transitar en moto. Esas calles formaban el centro comercial del pueblo con cajeros automáticos, tiendas de souvenirs, bares, puestos de baratijas, hostales y restaurantes con Wi-Fi. Estaba todo bastante lleno… ¡Menos mal que estábamos en plena temporada de lluvia!
De todas formas, siendo justo, debo decir que Pai, aunque sólo fuera por su tamaño, estaba lejos de parecerse a Chiang Mai. Del centro salvaría los tres templos y su pequeño mercado.

¡A la rica rana!
Visto lo visto en el centro, quedaba claro que debía recorrer el valle. Alquilé una moto pero, al salir a la carretera, me di cuenta que no era el único que había tenido esa misma genial idea. Por lo general, me pareció que los thais conducían así como son ellos: tranquilos, sonrientes y todo despacito… Pero los chinos motorizados eran un auténtico peligro en la carretera, imagino por la falta de práctica.

Mejorando la señalización en Pai…

Una Chang al estilo ‘Mae Sot’ (con hielo) y con un poco de lima…
En todo caso, los alrededores del pueblo, sus templos, cascadas, aldeas y aguas termales ganaban en autenticidad a medida que me alejaba de Pai. Cualquier lugar que no saliera en la guía era una delicia y daba la oportunidad de relacionarse más con la gente local.
Para eso también me vinieron bien los intermitentes chaparrones que iban cayendo a lo largo del día. Cuando arreciaba la lluvia no quedaba otra que buscar cobijo bajo algún cobertizo, bareto, templo o restaurante al pie de la carretera. Mi presencia y mi moderna moto naranja generaban cierto interés y risas entre los thais que, como yo, se ponían a cubierto.
Tanto si la lluvia duraba diez minutos como una hora, en cada ocasión empezaba a conversar con algún local o con algún monje. Cuando iban más justos de inglés, tirábamos de los típicos comentarios de rigor, unas risas e intentábamos seguir entendiéndonos con gestos, para acabar cruzando miradas de vez en cuando como diciendo -“¡Joder, la que está cayendo!”

Con este perro me pasé una hora y media a cubierto cerca de una cascada. Al final, nos aburrimos los dos…
Cada día intentaba pasar por el mercado del pueblo a hacer fotos y comprar algo de fruta… Encontré a una señora muy simpática que vendía una piña dulcísima, deliciosa. La última tarde ofrecí los últimos trozos de piña a una pareja que encontré en un mirador. Él se llamaba Álex, un chileno nómada que llevaba ya un año instalado en Pai y que se ganaba la vida tocando en un local del pueblo. Ella era una chica americana que estaba de paso.

¡Qué piña!
Aprovechando que Álex se conocía todos los rincones del valle, me uní a ellos para ir a unas aguas termales bastante alejadas de Pai, recorriendo una carretera serpenteante escoltada por una vegetación exuberante. Allí estuvimos bañándonos y charlando hasta que el atardecer y la lluvia nos invitaron a regresar.
Sorprendentemente, las carreteras de la zona estaban bastante bien asfaltadas y, a medida que me alejaba del pueblo, había menos tráfico. Perdido por el valle, disfruté del color verde que habían traído las lluvias del monzón, llegando a aldeas rodeadas de campos de maíz y arroz, donde las casas eran de madera.
Aunque Pai fuese más turístico de lo que pensaba (¡lo sé! ya me debería haber dado cuenta que estoy en Tailandia), me encantó el valle, charlar con la gente local, descubrir templos, aldeas, cascadas… Y recorrerlo conduciendo la moto solo por aquellas carreteras de continuas subidas y bajadas, de curvas suaves y vistas panorámicas…
Al menos, hasta que se pusiese a llover de nuevo.