Las olas que rompían contra la costa sur debían encontrar aquella isla volcánica por casualidad. ¿Cómo podrían prever golpear aquella minúscula y remota porción de tierra en la inmensidad del Océano Pacífico? El fuerte viento que soplaba de tierra tan sólo lograba despeinar las crestas de las inmensas olas que avanzaban hasta golpear las rocas. En ocasiones, el agua pulverizada tras el impacto alcanzaba la sinuosa carretera por la que avanzaba. Sobre la moto, intentaba decidir entre seguir ensimismado con la fuerza de aquellas olas o por las vistas a mi izquierda, un paisaje yermo, moldeado por conos volcánicos, que se debatía entre el verde y el amarillo.
Pero, en realidad, no tenía por qué elegir. Acababa de llegar, estaba solo y tenía tiempo. El único horario que me importaba era el del sol. Así que me detuve en varias ocasiones en diferentes acantilados desde donde ya no se veía la carretera, sólo las rocas y el océano. Un océano que se me presentaba más inabarcable que nunca… Los lugares habitados más cercanos a la isla debían estar, a mi izquierda, la costa de Chile a unos 3.700 kms. y, a mi derecha, las islas Pitcairn a 2.000 kms. y Polinesia, a más de 4.000.
Me preguntaba cómo pudieron llegar los primeros habitantes de la isla hasta allí… Se cree que llegaron entre los siglos IX y XIII. Igual que las olas que rompían frente a mí, esos primeros pobladores debieron encontrar la isla por azar. Pero ¿cómo pudieron sobrevivir a un viaje tan largo desde Polinesia? ¿Pudo la isla llegar a poblarse sólo con los pasajeros de una embarcación? ¿Alguien logró regresar a las islas conocidas? ¿Llegaron otros barcos que no conocían la existencia de la isla? Muchas de esas preguntas siguen siendo, aún hoy, un misterio. Uno entre los muchos que esconde Rapa Nui.
En todo caso, estaba claro que los polinesios eran grandísimos navegantes muy por delante de las potencias europeas que aún iban a tardar sólo unos 4 ó 5 siglos más en empezar a cruzar océanos, ¡qué pardillos!, ¿no? Al parecer, los polinesios se guiaban por las estrellas, las migraciones de ciertas aves así como de la formación y las diferentes tonalidades de las nubes sobre las islas.
Seguí avanzando por la carretera buscando, en balde, la que tenía que ser la primera estatua moai que vería en la isla. Los moais son unas estatuas de roca volcánica con las que los rapanuis representaban a sabios ancestros y sacerdotes casi deificados de cada tribu. Según la cultura rapanui, las estatuas conseguirían mantener el maná (energía) de éstos y seguir favoreciendo así a los cultivos, pesca y fortuna de su tribu.
Según el mapa, había muchísimos moais cerca de la costa pero, extrañamente, yo no daba con ninguno. Encontré algunas rocas dispuestas en forma de altar y lo que parecían ser algunas estatuas rotas en el suelo…
Más hacia el este, rodeado de un grupo de caballos salvajes, empecé a pensar que se me iba a acabar toda la costa sur de la isla sin haber visto ningún moai… ¿Sería ese un nuevo misterio de la isla? ¿Realmente los moais podían caminar? ¿O sería sólo una broma del editor del mapa?
Entonces me di cuenta de que en el dichoso mapa aparecían indicados dos tipos de moais: unos con cuerpo y cabeza y otros sólo con cabeza. La leyenda del mapa resolvió el enigma. Los de cuerpo entero eran moais que estaban en pie y los que eran sólo una cabeza indicaban la ubicación de los altares (ahu) en los que algún día hubo moais pero donde ya no quedaba ninguno en pie… De acuerdo, reconoceré que debí fijarme en la leyenda antes de empezar, pero sólo si el editor del mapa reconoce que una cabeza de moai no vale para representar un altar vacío. ¡He dicho!
Tras reconciliarme a regañadientes con el mapa, comprobé que, efectivamente, no había pasado de largo ningún moai y que no debía andar lejos de un ahu cuyos moais debían estar en pie, de nombre Tongariki. De camino, justo al borde de la carretera, un grupo de caballos pacía tranquilamente, aunque dos de ellos no paraban de relinchar y pelearse dando brincos el uno contra el otro. Intenté acercarme poco a poco pero, a la que se percataron de mi presencia, empezaron a correr. Los seguí con la moto y, entonces, parecieron esperarme para correr a mi misma velocidad, al lado de la carretera, durante unos cientos de metros. Fantástico…
Y así, aún flipando con mis carreras con los caballos, llegué casi sin darme cuenta a Tongariki… -“Eh… ¿perdón? a ver… uno, dos, tres, cuatro, cinco… ¿quince? ¡Hay quince!” Sí, no era uno sino quince los moais que estaban en pie en el ahu de Tongariki. Aunque suene raro, reconocía perfectamente aquel lugar en el que jamás había estado. Lo había visto en muchas fotos pero no había relacionado el nombre ‘Tongariki’ con los quince moais.
El sol de la tarde, a punto de esconderse tras el volcán Rano Raraku, iluminaba la fila de moais que daban la espalda al océano. A los pocos minutos de llegar, se fue el último coche que quedaba en el aparcamiento dejándome solo con las quince estatuas.
Cada moai tenía una cara o un rasgo diferente, reforzando la idea de que eran representaciones de los líderes ancestros de cada tribu. Pensé que la tribu que habitaba en aquella zona debía ser poderosa, ya que no todas podrían haber levantado quince moais en un mismo ahu.
El sol se escondió tras el volcán Rano Raraku en cuyas laderas se tallaban los moais en una especie de cantera. Mientras, yo le daba vueltas a cómo pudieron trasladar esas estatuas gigantes desde allí, desde esa cantera, hasta los diferentes ahu. En el caso de Tongariki la distancia debía ser de poco más de un kilómetro, pero el mapa indicaba la presencia de otros moais (sí, de los de cuerpo entero…) en el extremo opuesto de la isla, a más de 15 kms. ¿Cómo pudieron los rapanuis mover esas estatuas de decenas de toneladas de peso si ni siquiera conocían la rueda? ¿Cómo las levantaban para colocarlas sobre los ahu? De nuevo más preguntas sin respuesta, más misterios…
Algunos piensan que los moais son obra de extraterrestres aunque, científicamente, hay unas 5 ó 6 teorías consideradas posibles de cómo los transportaban…

Unas historias sin desperdicio… (Fuente: Museo Antropológico Padre Sebastián Englert)
Quizás los arrastraban sobre troncos o sobre unas bases de madera y los levantaban haciendo palanca y colocando piedras debajo. Al margen de la ciencia y la teoría extraterrestre, la tradición oral rapanui dice que los moais, simplemente, “caminaban”. Eso evitaría tener que levantarlos una vez alcanzado el ahu pero, de ser cierto, ¿cómo caminaban? Hace unos años, un grupo de investigadores de una universidad americana consiguió hacer avanzar de pie una réplica de un moai balanceándolo con grupos de personas que tensaban tres cuerdas, una atrás y dos a los lados… Eso explicaría por qué encontraba tantos moais caídos hacia adelante en mitad de algún viejo camino. Una vez se caían no habría forma de levantarlos y la tribu volvería a la cantera a por otra estatua.
Sinceramente, creo que es mejor que no se sepa cómo los movían, que todo continúe siendo un misterio y que cada uno se lo imagine como quiera. Me gusta pensar que, aún hoy, algo que es obra del hombre perdure insondable como lo más profundo del océano que rodea la isla.
De vuelta a Hanga Roa, el único pueblo de la isla, la carretera partía la pradera en dos. No había ni un sólo árbol. Sólo unos pocos siglos después de la llegada de los primeros pobladores, la isla, que rebosaba de una exuberante vegetación, vio como todas sus especies de árboles quedaron extinguidas. ¿Por qué? Sí, otra vez, no se sabe a ciencia cierta. Algunos dicen que la carrera de fabricación de los moais por parte de las diferentes tribus para conservar su maná (energía) acabó con todos los árboles de la isla que fueron necesarios para transportar las estatuas. Otros piensan que los primeros pobladores trajeron involuntariamente en sus barcos ratas que se alimentaron de las semillas de los árboles y que, a diferencia de otras islas de Polinesia, en Rapa Nui no encontraron depredadores, multiplicándose rápidamente. Quizás fue por la suma de las dos cosas. De nuevo, quién sabe…
Ya era casi de noche cuando llegué de vuelta al camping donde me alojaba. Aunque he dicho que estaba solo (a la espera de los ‘primos lejanos‘ que se unirían a mi en un par de días), ya en el mismo avión que me trajo a la isla había conocido a Roxane, una señora francesa que viajaba con Soliman, su hijo de trece años, con el que estaba dando la vuelta al mundo durante 9 meses. En el camping conocí a Vanessa, otra francesa que se iba esa misma noche con el vuelo que sale de la isla dos veces por semana hacia Papeete, en la Polinesia francesa. Ella también estaba dando la vuelta al mundo. Para acabar de rematar, Gonzalo, un argentino surfista y chef, y Xabi, un vitoriano que por su acento hubiese jurado que también era argentino, llevaban ya varios meses en la isla y se convertirían durante los siguientes días en nuestros coleguillas del camping.

El cementerio de Hanga Roa
A la madrugada siguiente quedé con Roxane y su hijo Soliman en la calle principal de Hanga Roa. Era noche cerrada, aún faltaba una hora y media hasta que el sol despuntara, como decía la guía, por detrás de los moais de Tongariki. Me seguían en su moto por la carretera del sur que había recorrido la tarde anterior. Aunque ni siquiera había empezado a clarear, la luz de la luna llena era suficiente para iluminar todo el paisaje a nuestro alrededor. Había tanta luz que si no hubiera sido por los caballos y vacas que cruzan la carretera no hubiese hecho falta ni encender las luces de las motos.
Al llegar a Tongariki quedó claro que no éramos los únicos que habíamos leído la guía. El paraje en el que había estado solo la tarde anterior estaba ahora ocupado por decenas de visitantes con sus trípodes – e incluso sillas plegables – preparados para admirar el espectáculo.
Al poco de llegar, pudimos ver cómo se ponía la luna tras el volcán Rano Raraku. En dirección opuesta, la luz ya empezaba a aclarar el cielo tras los moais aunque, rápidamente, empezó a nublarse más y más.

Con ese cielo quién iba a decirnos la que se nos vendría encima en sólo unos minutos…
Por los colores que tomaban las nubes, nos dimos cuenta de que el sol no iba a salir por detrás de los moais, sino justo detrás de unos acantilados a la izquierda de éstos… Quizás en otra época del año el sol salga más a la derecha, por detrás de los moais como dicen todas las guías que habían logrado reunir a esas horas a todos los presentes.
Al poco, el cielo estaba tan gris que si alguien hubiese llegado allí en ese momento no hubiese podido adivinar por dónde estaba saliendo el sol. Empezó a llover a cántaros. Roxane, Soliman y yo éramos los únicos que íbamos en moto, así que buscamos cobijo tras un muro de piedra mientras todo el mundo corría hacia sus coches. A los pocos minutos, estábamos solos. Sólo quedó un misterioso coche blanco en el parking.
Seguía lloviendo, pero el tiempo cambiaba rápido… Sólo hacia falta tener un poco de paciencia.
Cuarenta minutos después dejó de llover y las nubes parecían abrirse por momentos…
La luz empezó a filtrarse entre la nubes, iluminando los moais por detrás y el agua pulverizada de las olas que rompían contra las rocas en una imagen que me pareció mucho más espectacular que el amanecer frustrado por la tormenta. Disfrutamos de esa luz maravillosa los tres solos. Empapados pero felices coincidimos en que había valido la pena esperar a que cambiara la luz.

Soliman, Roxane y los moais…
El misterioso coche blanco seguía en el parking. En él estaban dos guatemaltecos que habían perdido las llaves al correr hacia al coche por la tormenta. Sin forma de que pudieran regresar al pueblo, me separé de Roxane y Soliman para llevar a uno de ellos, Roberto, hasta Hanga Roa para poder conseguir una copia de la llave. En el trayecto estuvimos hablando de España y Guatemala donde él tiene una empresa de turismo. –»Tendré que volver a Guate» le dije.
Aquella fue una muestra más del aislamiento de la isla. Los teléfonos sólo funcionan en el pueblo y no hay 3G así que si alguien se queda tirado no tiene forma de comunicarse. No hay apenas tráfico, por lo que puedes esperar horas al pie de una carretera sin que pase nadie. Sólo hay internet en algunos alojamientos y bares de Hanga Roa pero la conexión es lenta y más aún si está nublado o hace mal tiempo.
Pero todo eso tenía sentido… Al fin y al cabo, estábamos en mitad del océano, en la naturaleza de una de las islas más remotas del mundo. De haber habido cobertura no hubiese conocido a Roberto, ni a su compañero, ni a las amables rapanuis que trabajaban en su hostel.
Aproveché mi regreso forzado a Hanga Roa para conocer un poco más el pueblo y hacer la compra. En el súper se notaba también el aislamiento, por los precios y por la escasez de algunos productos que me costó encontrar como, por ejemplo, leche. Los bares, las casas, las gentes, todo tenía un inconfundible rasgo polinésico pero que estaba influenciado, inevitablemente, por la dependencia forzada del continente. Digamos que era una mezcla latino o chileno-polinésica bastante interesante.
En el mismo pueblo, visité el museo antropológico y algunos moais en la zona de Tahai, donde el moai del ahu Ko Te Riku conserva aún los ojos pintados y un sombrero o pukao de una roca volcánica ligera y rojiza.
Muchos de los moais de la isla se cayeron por terremotos y tsunamis. Se sabe – y este es al fin un dato cierto – que en 1.722 la mayoría de moais seguían en pie. El domingo de Pascua de ese año la isla recibiría a su primer visitante europeo de la historia: el almirante holandés Jacob Roggeven. Él, al margen de cambiarle el nombre, constató que en la isla apenas quedaban árboles y no encontró ni un sólo signo de contacto con el mundo exterior.
Pero sólo unos cincuenta años después, el navegante inglés James Cook encontró la rebautizada “Isla de Pascua” con la mayoría de los moais dañados o derribados y una población muy mermada por resulta de luchas intertribales.
Al parecer, la superpoblación y la falta de madera – que impedía la fabricación de canoas para la pesca – produjo una lucha entre tribus para controlar los escasos recursos que quedaban. Las tribus se enfrentaban derribando los moais de unas y otras para que las tribus enemigas perdieran así su fuerza. Sin la posibilidad de fabricar barcos no había forma de huir. La isla se había convertido en una prisión.

Dibujo de las luchas intertribales (fuente: Museo Antropológico Padre Sebastián Englert)
Así que todos los moais de la isla que ahora veía en pie fueron restaurados y erigidos de nuevo durante el último siglo. De los casi 900 moais que hay, aproximadamente unos 400 están todavía en la cantera, unos 300 se consiguieron erigir en sus ahus y unos 100 se quedaron por el camino. Calculo que hoy, en toda la isla, no debe haber más de 40 moais en pie.

Japón contribuyó a la restauración de los moais de Tongariki. ¡Con grúa está tirado claro!
Por la tarde aún tuve tiempo de acercarme a ahu Akivi, un grupo de moais bastante alejado de la costa y el único ahu cuyas estatuas miran hacia el mar. ¿Por qué? ¿Lo adivináis? Exacto, de nuevo, no se sabe… Allí me encontré a Stephanie, una chica de Santiago que había perdido a su amiga subiendo al Maunga Terevaka que, con 511 metros de altitud, es el punto más alto de la Isla. De nuevo incomunicados, volví a hacer de taxista improvisado hasta el pueblo.
De vuelta en el camping cené con Xabi y Gonzalo y conocí a Laurine y Sylvain, una pareja de franceses que están dando la vuelta al mundo. Hablar de viajes es una de mis aficiones favoritas así que disfruté de la conversación mientras recorríamos con ellos todos los lugares de Asia que habían visitado. El punto álgido llegó cuando Sylvain, mientras hablábamos de Myanmar, sacó unos cigarrillos anisados hechos a mano en el Lago Inle ¡Qué recuerdos!
Aunque la noche no prometía mucho para salir a hacer fotos, decidí acercarme con la moto hasta los ahus de Tahai. Cuando se quiere fotografiar un cielo estrellado las mejores son las noches despejadas y sin luna. Otra vez solo, delante de los moais, la luna llena lo iluminaba todo y las nubes correteaban a sus anchas por el cielo, dejando entrever sólo unas pocas estrellas.
Antes de llegar a la isla había pensado que podría hacer muy buenas fotografías nocturnas pero, desde luego, las condiciones no eran nada favorables y me daba cuenta de que no iba a tener ninguna noche sin luna.… Pero, la verdad, en ese momento me dio bastante igual. Qué más podía pedir, sentado solo frente al océano con un moai que me miraba con sus ojos pintados, iluminado por la misma luz que me impedía hacer mejores fotos…
Sólo faltaba la llegada de los primos para poder compartir lo que había vivido en mis dos días (no tan) solo en la isla y descubrir con ellos todo lo que aún me faltaba por conocer.
Pero todo eso será en el próximo post…
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¡Lo que me he reído con el mapa! Es lo bueno de viajar solo, que la lías y al único que le importa es a ti, y evidentemente no te vas a enfadar ni poner discutir contigo mismo :)
Jajaja! Está claro… te sientes un poco gilipollas y luego casi mejor te ríes!
¡ Chulísimo lo de los moais ! Misterios y más misterios… Y bendita lluvia… preludio de una foto colosal. Una vez más gracias por acercarnos hasta allí.
Gracias a vosotros por seguir ahí! Es difícil hacerle justicia con las fotos a lugares como ese…
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Muy bueno… me encanto tu relato… solo me dieron más ganas de volver a viajar. Gracias por el incentivo.!
Muchas gracias a ti Belén por comentar. A viajar!