Sobre el extremo de una de las cientos de canoas que flotaban sobre el lago, un pescador desenredaba su red mientras hacía avanzar la embarcación remando cadenciosamente con un movimiento de torso, cadera y pierna. Sostenía el remo entre el tobillo y la pantorrilla, encajado su extremo en una axila.
De esta forma, los pescadores podían tener las dos manos libres para faenar. Para ellos era el día a día, para nosotros, la visión de aquellos hombres meciéndose sobre el lago en un equilibrio imposible, era simplemente fascinante.
El Lago Inle nos había recibido con una oferta irrenunciable. A casi novecientos metros de altitud la temperatura era de lo más agradable, primaveral. Por las tardes, el cielo volvía a recuperar su color azul intenso, aquel que la calima de las tierras bajas nos negaba a diario. Si la tarde se despedía con uno de los primeros chaparrones del monzón podíamos incluso dormir bajo una manta. Y por la noche volvíamos a ver las estrellas.
Sólo por esos cambios meteorológicos ya estábamos encantados de estar a orillas del Inle, pero aquel lago tenía mucho más que ofrecer.

El juego de moda en el mercado, el casino birmano mezcla entre dados y ruleta...

Los gatos acróbatas en el 'Jumping Cats' Monastery'
En sus orillas hay pequeñas y humildes villas donde los Inthar, la etnia tradicional de la zona, viven de la pesca y la agricultura. Abundan las plantaciones flotantes de tomate, que pueden moverse de un lado a otro según convenga.

'La pandilla del tomate'
Navegando por el lago se puede entrar en pueblos que se establecieron y crecieron directamente en las aguas del lago. Entre sus edificios de madera, que descansan en altos pilares que esperan las crecidas, se pueden encontrar pequeños talleres artesanales de plata, señoras trabajando en telares o liando cigarrillos de tabaco aderezados con aromas naturales de piña, coco, plátano, tamarindo o anís… Y, como siempre desde que llegamos a Myanmar, todo acompañado con las mejores sonrisas y amabilidad de los locales.
Por las calles de Nyaungshwe coincidimos de nuevo con Simone y Eduardo, una pareja de brasileños que conocimos en Yangon, y nos encontramos con Xavi y Sara de Barcelona y con Tito, de Valladolid. Estos últimos habían visitado en bicicleta algunos pueblos cercanos y en uno de ellos les invitaron a una boda. Ni cortos ni perezosos, nosotros y los brasileños nos apuntamos al evento.
Pero antes de la celebración debíamos comprar algún regalo. En el mercado de Nyaungshwe nos hicimos con un juego de tazas de té, tetera y bandeja de lo más resultón, dentro de los estándares birmanos. Xavi, además, acertó comprando un balón para los niños que hubiera y Tito trajo para los más pequeños las pistolas de agua que cargaba desde el Pi Mai tailandés.
Con las chicas preceptivamente maquilladas con thanaka nos dirigimos a la pequeña aldea, era el pueblo de la novia. Nos recibieron con los brazos abiertos y con todo tipo de atenciones. En el primer piso de la sencilla casa de madera conocimos a los novios que nos ofrecieron té y pastas mientras, gracias a una chica que hablaba un poco de inglés, le preguntamos más acerca de su vida y les deseamos lo mejor. Al salir de la habitación nos regalaron un sobre de champú a cada uno y nos dirigimos al patio de la casa.
Allí habían construido con cañas una carpa donde nos ofrecieron cortezas de cerdo y un puchero delicioso del que nos insistían repetir una y otra vez. Sin electricidad para que funcionasen los ventiladores dos personas nos abanicaban continuamente ante nuestra sorpresa y cierta incomodidad.

Sí, sí, estos son los novios
Después de comer, Sara empezó a jugar con los niños que estaban encantados con nuestra presencia. Xavi les regaló el balón y Tito las pistolas de agua. Todos insistieron en que volviéramos por la noche y así lo hicimos. Al llegar por la tarde al mismo lugar vimos que la fiesta había acabado. Aún así nos dieron de cenar el mismo puchero que habíamos comido y nos ofrecieron whisky y cigarrillos mientras una encantadora niña maquillaba de nuevo a Gaby y Sara con thanaka.

Más thanaka
El hermano de la novia nos dijo que la celebración se había trasladado al pueblo del marido y nos acompañó hasta allá con su entrañable abuela. Entramos en la casa de la familia del chico donde nos recibieron con té y más comida. En cinco minutos todo el pueblo estaba en el salón de la casa para ver a aquellos extraños invitados extranjeros. Sara rompió el hielo enseñando a los locales un juego al que se unieron la mayoría de jóvenes. Mientras tanto, las señoras mayores cotilleaban preguntándose cuál de nosotros estaría soltero y les hacían gestos a las chicas como diciéndoles ‘¡ese, ese de ahí está libre!’. Ellas se sonrojaban y bajaban la cabeza.
Gracias al hermano de la novia, que hablaba un poco de inglés, fuimos conociendo más sobre la vida en el pueblo y de los novios, que se conocieron en varias fiestas de los pueblos y trabajando en el campo. Una vez casados lo normal es irse a vivir juntos, pero como es gente muy humilde viven uno o dos años en casa de los padres hasta que puedan construir una casa. La gente de la capital sí puede hacer un viaje de luna de miel, aunque sea por el país, pero ellos deben seguir trabajando en el campo como cada día.
Nos fuimos de allí con otra invitación, asistir al enlace del hermano de la novia… y, aunque sin Internet ni teléfonos será difícil que podamos saber cuándo será, quién sabe si en el futuro podremos volver a compartir con ellos tan buenos momentos como los que vivimos a orillas del lago durante esos días.
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Será que estoy muy dormido, pero he tardado un buen rato en entender la postura de los pescadores en las barcas…
Debería haber una sección en el blog titulada: «En una fiesta me colé…»
Un abrazo,
j.
Ahora ya sí…sin palabras.
uds.son dos caraduras,primero a un velorio,ahora a un casamiento,en el proximo los invitan a alguna revolucion.besos.
vaya equilibrio los de las barquitas! estos no tendrian problemas con las posturas de yoga!
QUÉ CHULO……CAROL
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