Santiago de Chile me volvía a recibir cuatro años después con un sol radiante y una animada conversación con el taxista que me llevaba de camino al centro. No era primavera, como en la primera ocasión, sino otoño, pero la temperatura era igualmente agradable y las lejanas cumbres de la Cordillera tenían, ya no las últimas nieves de la temporada, sino las primeras.
Y aunque esos primeros instantes del reencuentro con la capital chilena fueron buenos, el verdadero reencuentro me esperaba en el apartamento de ‘los primos’. Allí estaban Carlos y Pablo, los primos (de sangre aunque ahora lejanos) inmersos en su viaje de vuelta al mundo y Andrea, otra prima afincada en Santiago desde hace unos meses.

Carlos y Pablo, los primos lejanos
Con unos cuantos cafés empezamos a ponernos al día del viaje de los primos y la vida en Santiago de Andrea. Un buen jamón que saqué de la mochila selló oficialmente el reencuentro. Ya estábamos preparados para salir a recorrer las calles de Santiago y empezar a recordar los lugares ya conocidos y buscar lo que me quedaba por conocer.
Nuestra primera parada fue en el Mercado Central por donde anduvimos recorriendo los puestos de pescado y marisco que se agolpan alrededor de la plaza central del mercado, reservada hoy, casi en exclusiva, para los restaurantes para turistas.
Acabamos comiendo allí mismo, en un pequeño restaurante más local, pescado a la plancha y el que sería el primer buen ceviche de muchos.
Seguimos hasta la Plaza de Armas, la Catedral, el Palacio de la Moneda y su Centro Cultural…
Cerramos la tarde con un pisco con tónica para empezar a preparar algunos aspectos logísticos que ya no podíamos demorar más. Como por ejemplo, ir a buscar el que sería mi colchón en la casa invadida de Andrea, comprar bebida y acabar de preparar la cena para la fiesta de la noche.
Sí, fiesta. Y más que justificada ya que era el cumpleaños de Pablo, sábado noche, día de reencuentros… Cumplir años tan lejos de casa en un viaje largo como el que ellos están haciendo es especial. Tanto te puede pillar en un lugar y en un momento ideal, en buena compañía como en algún sitio aislado, sin conocer a nadie. Digamos que Pablo tuvo suerte, nos juntamos con los amigos de Andrea, una mezcla chileno-española muy entretenida.

¡Muchas felicidades Pablete!
Las azoteas de muchos edificios de Santiago tienen varios ‘quinchos’ -parrillas- donde los vecinos pueden organizar sus asados y fiestas al aire libre. Ahí pasamos unas cuantas horas charlando, intentando descifrar el extraño acento chileno y bebiendo hasta que llegó la hora límite para llegar a una discoteca bastante alternativa en el barrio de Bellavista, donde el encendido de las luces a la hora del cierre nos pilló bastante por sorpresa.
El día siguiente empezó directamente a la hora de comer. Jorge, el compañero de piso de Andrea, nos llevó a todos a otro mercado muy popular a comer, cerca de la estación Mapocho. Más ceviche (sí, podría comerme uno cada día), pastel de choclo -maíz-, carne mechada y mucha coca-cola nos ayudaron a revivir.

Pablo y Jorge
De allí llegamos a la casa de Pablo Neruda en Santiago, conocida como ‘La Chascona’ -‘despeinada’ en quechua-, que es como él llamaba a la que fue primero su amante y después esposa hasta la muerte del poeta.
Igual que en ‘La Sebastiana’, la casa que Neruda tenía en Valparaíso, ‘La Chascona’ era un lugar especial, con jardines en terrazas y una distribución y decoración tan particular que uno se da cuenta que en un lugar así sólo podía vivir alguien con alma de marinero, algo bohemio, viajero, con gusto, buen bebedor, y amigo de sus amigos… Pablo Neruda debía tener algo de todo eso, al margen, claro está, de ser un poeta excepcional.
De ‘La Chascona’ salí igual que de ‘La Sebastiana’; me hubiese encantado que Neruda me invitara a comer allí y a beber en la barra del ‘bar del capitán’.
“Se trata de que tanto he vivido
que quiero vivir otro tanto.
Nunca me sentí tan sonoro,
nunca he tenido tantos besos.
Ahora, como siempre, es temprano.
Vuela la luz con sus abejas.
Déjenme solo con el día.
Pido permiso para nacer.”
Despedimos el día desde lo alto del Cerro de San Cristóbal, desde donde se ve gran parte de la ciudad y se divisan las Cordilleras de los Andes y de la Costa.

Andrea y Carlos
A medida que el sol iba bajando, el cielo y sus nubes se inundaban de colores cada vez más intensos mientras, poco a poco, las luces de la ciudad empezaban a encenderse. La luz era inigualable.
La verdad, después de visitarla por primera vez, jamás pensé que volvería a Santiago… En aquella ocasión no subimos al Cerro, que quedó, como tantas veces me he dicho en tantos otros lugares, ‘para la próxima’.
Esta vez el destino me trajo de vuelta para subir al cerro y para reencontrarme con mis amigos y con una ciudad que, sin saber muy bien por qué, me gusta.
Para Andrea, por la hospitalidad, las historias y las risas. ¡Suerte en Santiago!
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Aquí podéis leer el relato de esos mismos días en Santiago en el blog de Carlos y Pablo.
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Que buen rollo trasmites. Visitaré Santiago, algún día :)
Muchas gracias! Vísitala y ya que llegas hasta ahí aprovecha porque Chile tiene muchos lugares preciosos para descubrir…
hermosas fotos.. bello lugar
Muchas gracias Leyla!