Etosha – Rundu – Shakawe – Maun 1.098 kms. 6 días
Dejamos atrás Etosha y condujimos por una carretera asfaltada hasta Rundu, al noroeste de Namibia. Allí acampamos al lado del río Kavango. En la otra orilla del río, los niños y jugaban y se bañaban. Nada parecía diferenciar una orilla de la otra, ambas eran verdes en una franja de sólo unas decenas de metros hasta encontrar, de nuevo, un terreno árido. Sólo la bandera que ondeaba sobre un edificio y el mapa nos decían que la otra orilla era el sur de Angola. Desde Rundu, íbamos a seguir avanzando al lado del cauce del río, siguiendo el sentido de su corriente. Unos 400 kms. más allá, ese río, lento aunque caudaloso, debía desparramarse en una llanura de Botswana, creando el inmenso delta interior del Okavango.
Pero antes aún tendríamos tiempo de visitar el mercado de Rundu. Tras tantos días sin podernos relacionar con gente local, el mercado parecía una buena opción para acercarnos, aunque fuese brevemente, a la rutina de una mañana de martes en una ciudad medianamente grande. En el mercado había casi de todo menos puestos de comida, que era lo que esperábamos encontrar. Muchos puestos eran de ropa de segunda mano y otros de telas acompañados por los puestos de las costureras, donde cosían al gusto y talla del cliente cualquier tela que éste acabase de comprar.
También había puestos de reparación de electrodomésticos que parecían de otra época. Los peluqueros, por su parte, compartían espacio bajo un cobertizo metálico. Justo en el medio del mercado, unos chavales echaban una partida al billar que seguimos un rato mientras tomábamos un té con unos exquisitos dulces fritos que nos vendió una amable señora. “¿Un dólar?” (8 céntimos de euro al cambio) “póngame 4 más” -para el viaje-.
Reemprendimos el camino con un regusto dulce hasta la zona de Caprivi… Tras pasar las Popa Falls (un nombre un tanto pretencioso para cuatro rápidos de pocos metros de desnivel), llegamos a la Reserva de Mahango, una zona de vida salvaje que debíamos cruzar para llegar a Botswana, siguiendo el curso del río.
En la Reserva vimos muchos de los animales que encontramos en Etosha pero aquí todo era más verde. Vimos por primera vez hipopótamos, aunque muy lejos; también jirafas, gacelas, ñús, jabalíes… Otra diferencia con Etosha que agradecimos fue la de poder salir del coche. Daba gusto poder estirar las piernas, bajar para hacer algunas fotos o caminar entre un grupo de baobabs gigantes…
Mahango fue una sorpresa, un lugar muy recomendable para dedicarle aunque sea sólo un par de horas en vez de pasar de largo hasta llegar a la frontera como muchos hacían.
Llegamos a la frontera con Botswana. Mientras arreglábamos el papeleo de inmigración, llegaron unas 50 personas de golpe. Eché un vistazo al parking intentando encontrar el autobús que habría traído a toda esa gente hasta allí pero fuera sólo estaba nuestro coche. De la conversación medio en inglés y portugués que mantuvieron con el funcionario -que flipaba- dedujimos que se trataba de un grupo de peregrinos angoleños de una congregación… Por lo que decían, estaban haciendo penitencia, habían llegado hasta allí caminando desde Angola, eso era mínimo 40 kms.
Botswana nos recibió verde y con gente más risueña que en Namibia. Llegamos a Shakawe, otro pueblo al lado del río donde empezamos a aprender más cosas del Delta, al que ya estábamos próximos.
De hecho, habíamos llegado a la zona del río que se conoce como ‘Panhandle’, literalmente: el mango de la sartén. Si el agua desparramada del delta era la sartén, aquella última franja estrecha del río era el mango. El agua del Kavango llega desde las montañas de Angola y abastece el delta durante parte de la temporada seca, lo que atrae a cientos de miles de animales cada año. Pero el río no surte al delta cada año igual. Se dice que la cantidad del agua del delta cambia en ciclos más largos, aproximadamente de una década. Según nos dijeron, estábamos en uno de los picos de un ciclo de aguas altas.
Normalmente el ‘panhandle’ se puede navegar en mokoro, que es la embarcación tradicional de la zona. El mokoro está pensado para aguas poco profundas, el remero lo hace avanzar con un palo largo que clava en el lecho del río. Pero en ese momento, el río bajaba con tanta agua que los remeros no llegarían al fondo para impulsar el mokoro. Eso nos hizo valorar la idea de seguir camino al día siguiente hasta llegar al delta, donde podríamos navegar en mokoro y ver más animales.
Pese a nuestro breve paso por el panhandle, en el río logramos ver un cocodrilo y por la noche el cielo nos volvió a dejar sin palabras…
Acampados al lado del río, unos rugidos muy fuertes nos impidieron conciliar el sueño, ¿serían los hipopótamos? No salimos a comprobarlo… Por la mañana un grupo de monos nos dió el desayuno, tirando el cubo de la basura y moviendo los árboles sobre nosotros…
Acabamos de desayunar en el coche, ya de camino a Maun, una ciudad grande con varios súpers y cientos de turoperadores que viene a ser el ‘hub’ para visitar el delta. Las opciones eran múltiples. Podíamos hacer alguna excursión en mokoro, en 4×4 o ir en avioneta hasta uno de los privativos y lujosos resorts esparcidos por las islas del delta que incluyen absolutamente todo (vuelo, hospedaje, comida, bebida, safaris…) Lástima que los precios se cotizaban en miles de dólares americanos por persona y noche…

Tres solomillos por 50 céntimos de euro… ¿Quién se puede resisitir?
Optamos por la excursión en Mokoro. A la mañana siguiente, el chico aparentemente tranquilo que nos llevaría hasta un poblado cercano, resultó ser un auténtico loco al volante. En la carretera ya corría, pero cuando enfiló el desvío hacia el poblado, el camino de cabras se convirtió en una etapa del Paris-Dakar… El Land Rover crujía a cada bache, salto y río vadeado… Reductora, superreductora, a 5.000 vueltas… Cómo si nada! Aquello iba más quemao que el palo de un churrero! Y nosotros atrás agarrándonos a cualquier cosa para no salir disparados!
Y, en mitad de un tramo de arena que pasábamos volando, ¡frenazo que te va! “¿Pero qué pasa?” Al girarnos, entre la espesa nube de arena que veníamos levantando, apareció una familia que se subió a la camioneta. Al parecer, se dirigían caminando hacia una aldea cercana. Por sus caras parecía que la forma de conducir de nuestro piloto de rallies no les sorprendía. Los niños nos sonreían. Al poco, el padre avisó al conductor que frenó como si hubiese visto un muro de hormigón delante suyo. “Ha visto algo…” entre los árboles (y la nube de polvo) apareció un elefante. Nosotros nos quedamos embobados hasta que noté que nuestros acompañantes nos miraban y señalaban la cámara como diciendo ¿No le vas a hacer una foto o qué? Ah! Sí, vale, vale…
Al llegar a la aldea, nuestro campeón nos presentó al guía, Briget, un chaval de la aldea, majísimo y con un inglés perfecto. Iniciamos nuestro recorrido en su mokoro. La mañana estaba muy tranquila y tan sólo oíamos el ruido del palo al moverse en el agua. Avanzábamos cada vez entre canales más estrechos y ya desde el mokoro vimos algún hipopótamo y también un elefante y un búfalo.
– “Oye Briget, ¿el tema de los cocodrilos cómo va? ¿Son muy peligrosos?… Más que nada porque se me está mojando el culo…”
– “Ah sí! Es que tengo el mokoro así así y le entra agua… Tranquilo que nos bajamos en esta islita y achicamos el agua”.
Pesaba un quintal. El mokoro tradicional está hecho con el tronco de un árbol local, todo de una pieza. Ahora los chicos de la aldea ya no pueden construirlos de madera. Básicamente, porque el mokoro aguanta unos 5 años mientras el árbol que se tala para construirlo tarda 100 en crecer. Ya nos los fabrican ellos, sólo pueden comprar los de fibra de vidrio por unas 5.000 pulas (unos 450 €). Y esa no es una cantidad fácil de ahorrar trabajando de guía. Más aún cuando sólo en la aldea de Briget hay unos 50 remeros de mokoro que se van turnando cuando hay trabajo.
Finalmente, llegamos a otra isla donde bajamos del mokoro y empezamos a caminar en busca de animales. Vamos en fila india, intentando no hacer ruido. Con briget aprendimos muchas cosas que no sabíamos cuando vimos los animales en Etosha. Encontramos un grupo de jirafas. Briget nos contó que son tranquilas, que sólo dan patadas y corren cuando se sienten amenazadas. Las más oscuras son machos. Una de las jirafas estaba herida por una leona, con una buena marca y casi sin cola.
También vimos cebras, siempre al sol…. Las rayas negras retienen el calor para la noche mientras que las blancas lo expulsan durante el día.
Briget nos explicó lo que llamaba “círculos de seguridad” con los animales…. Hay tres círculos. El primer círculo es el de seguridad, en el que la distancia es tal que no hay peligro y el animal no se percata de nuestra presencia. El segundo es el de riesgo, en el que el animal nos ve y cambia su comportamiento natural. El tercero, en el que nadie se quiere encontrar, es el de peligro, cuando te encuentras al animal a corta distancia y por sorpresa.
En caso de estar en el círculo de peligro hay que actuar de forma distinta dependiendo del animal con el que nos hayamos topado. Por ejemplo, si es un león hay que quedarse quieto y mirarlo a los ojos…
– “Briget, ¿tú te has encontrado alguna vez así con un león?”
– “Sí, varias veces.”
La última vez le pasó con dos turistas. En cuanto se toparon con el león los agarró del brazo para que no huyeran mientras les repetía que no se movieran…. Finalmente, el león se fue. Los chicos no podían para de llorar… “Los dos se mearon encima…”
“Buf!” pensamos… “Si apareciera aquí mismo, ¿seríamos capaces de aguantar quietos frente a un león sin salir corriendo?” Vamos, nos meábamos encima seguro… sino algo peor. Y es que, como seguía contando Briget, si uno huye… está muerto. Un león corre a unos 60 kms/h mientras que los mejores atletas no pueden superar los 40… “Si corres, el león te ve como una presa, te persigue y te salta en la espalda. No hay nada que hacer.”
De regreso a la aldea, disfrutamos estirados en el mokoro de la tranquilidad del delta mientras seguíamos hablando con Briget. Pero ¿Habíamos visto realmente el Delta? La verdad, tan sólo había sido una pincelada de una esquinita de un rincón… El agua del Delta llega a cubrir unos 22.000 kms2 de tierra. Ése es el tamaño de la Comunidad Valenciana. ¿Qué habríamos visto de todo aquello?, ¿Gandía y alrededores?
Ni el tiempo ni el dinero daban para más. Habíamos acompañado durante seis días a ese río que moría allí, a nuestros pies, sin llegar nunca al mar. En aquel lugar, nuestro viaje, como el río, llegaba a su fin. Ya sólo nos quedaba el largo camino de vuelta a Windhoek. Unos 800 kms. marca de la casa (o sea, “hacia el oeste”) que debíamos recorrer en dos días, atravesando el monótono desierto del Kalahari.
Ante tal panorama y ya con 3.900 kms. a la espalda, decidimos darnos un último capricho… Aunque eso mejor os lo contaremos en el siguiente post.
¡Hasta entonces!
–
Muy bueno lo del leon (disculpad la falta de acentos del teclado de Kathmandu). Marcial, en la cuarta foto el chico de espaldas lleva tu polo!!! Si es que esta globalizacion…
Un post muy humano este, me ha gustado!
Abrazos desde Nepal, esperando el visado a India… Alla nos vemos en menos de un mes!!! =O
C.
Jejeje! bueno, gracias Carlos… El polo se parece sí, también hay gente con gusto por esas latitudes. Suerte por India!!! y ánimo, no os vengáis abajo ;-)… Nos vemos pronto!!!