Día 204 – Despidiendo el año entre multitudes y colores

La gente se agolpaba en cada rincón del parque, no quedaba una brizna de hierba sin cubrir. Literalmente, no cabía un alfiler. ‘Oye, ¿me haces un huequecito aquí…?’ ‘no, mira, es de un amigo que ha ido a por cerveza’. ‘Perdone, aquí no se siente, está ocupado…’ ‘Ya pero voy con niños…’ ‘no, no, llevo aquí desde las diez de la mañana’. No había manera, todo el papel vendido… Y eran sólo las cinco de la tarde. Quedaban aún siete horas para que los fuegos artificiales iluminaran el cielo de la Bahía de Sydney para recibir el nuevo año. 

El sol seguía lanzando sus rayos sin descanso pero nadie iba a rendirse, nadie iba a dejar su lugar descuidado ni por un segundo. Sólo unas horas antes habíamos aterrizado en Sydney y no nos queríamos perder el gran acontecimiento, lo que tantas veces habíamos visto en las noticias de las nueve en fin de año… ‘España se prepara para recibir el nuevo año, pero en otros lugares ya lo están celebrando como en Sydney o Hong Kong…’ siempre seguido de las imágenes de los fuegos artificiales en la bahía. Este año íbamos a estar allí, al lado de la ópera, con el puente de la bahía de fondo, sólo nos faltaba la camiseta de ‘mamá estoy comiendo bien’ por si salíamos en Televisión española. Bueno, nos faltaba eso y un sitio desde donde poder ver el espectáculo.

Nos rendimos. Era imposible encontrar un lugar donde sentarnos que nos permitiera ver un poquito el puente o la ópera siquiera de refilón. Pasamos las horas de aquí para allá, cervecita por aquí, charla por allá, bocadillo para no desfallecer…

…Y dejar las horas pasar hasta la medianoche. Habíamos aterrizado en Australia, de nuevo, territorio totalmente desconocido para nosotros. Un país del tamaño de nuestra Europa clásica que íbamos a recorrer, por supuesto parcialmente, durante las siguientes semanas. Un país que, a diferencia de Nueva Zelanda, había estado habitado tranquilamente por diferentes tribus de los ahora llamados aborígenes desde hacía más de 45.000 años hasta que el incansable capitán Cook pusiera pies en ella en 1.770. Dieciocho años después arribaba a sus costas el capitán Arthur Phillip comandando una expedición de once barcos en los que viajaban 751 convictos, hombres y mujeres, 772 vacas y 250 soldados con el objetivo de establecer una colonia penal británica en ultramar. Phillip llegó a las costas de la actual Sydney dándole su nombre en honor a Thomas Townshend, Vizconde de Sydney, fundando así la actual ciudad.

Poco a poco se fueron explorando y colonizando nuevos territorios: Victoria, Queensland, Tasmania… y se viajó hacia el lejano oeste, colonizando el desértico y desolado centro y, finalmente, la costa occidental de aquel nuevo y vasto continente. Australia se colonizó por los británicos como ‘terra nullius’, como una tierra de nadie en la que los aborígenes que se hallaban en el camino, simplemente, no contaban. La población nativa, estimada en trescientos cincuenta mil habitantes a la llegada de los colonizadores se redujo considerablemente en los ciento cincuenta años siguientes, debido a enfermedades infecciosas traídas del viejo continente, la desintegración cultural, el reasentamiento y la separación forzada de muchos niños aborígenes de sus padres durante el insensible avance de los colonizadores.

Durante los siguientes siglos Australia continuó recibiendo inmigración de su metrópolis pero siempre en un número ínfimo comparado con la extensión que tenía el territorio. El problema de la escasa población vivió su momento más complicado durante la Segunda Guerra Mundial en la que Australia resistió a duras penas un serio intento de invasión por parte de Japón. Como se dijo en aquel entonces, el país debía ‘poblarse o perecer’. Se impulsó la inmigración que atrajo a los tradicionales emigrantes del Reino Unido junto a, por primera vez, un gran número de europeos meridionales y orientales. La economía no se resintió por la Guerra como la europea por lo que los recién llegados encontraban empleo con facilidad. Australia quería inmigrantes, necesitaba poblar sus aislados territorios, ‘¡Vengan, vengan! ¡Tenemos trabajo para todos, buen clima y cerveza fría!’ En esos términos la oferta era tentadora pero… ‘¡Vamos a ver! ¿de dónde viene usted? ¿de China? ¿de África?… Ah, no, no, lo siento’. ‘Sólo blancos’.

Así de claro. Al contrario que su vecina Nueva Zelanda, Australia mantuvo una política de inmigración racista, la llamada ‘Australia Blanca’, hasta la década de los setenta. Afortunadamente, desde entonces, la inmigración proveniente –sobre todo– de Asia y otras partes del mundo también se fomentó cambiando radicalmente la demografía, cultura e imagen de Australia frente al resto del mundo.

Y en el Sydney de hoy, y en aquel parque junto a la bahía en la noche del fin de año, se veían muchos blancos, algunos asiáticos y pocos, muy pocos, negros. El momento se acercaba. Habíamos recorrido el parque en busca de María, una amiga de Soria que estaba allí también, en un sitio privilegiado que había conseguido junto con otros amigos, en primera fila… pero fue imposible encontrarla. Sin móvil encontrar una aguja en un pajar parecía más fácil que encontrarla a ella en medio de aquel caos multitudinario. Y ya había caído la noche… los nervios por conseguir un buen lugar iban en aumento, pero era una batalla perdida. La gente empezaba a agolparse en los caminos del parque cubiertos de asfalto, de pie, tapando la vista de los que aguardaban desde primera hora de la mañana. Media hora antes de las doce ya nadie estaba sentado. Toda la espera, todo el recelo por aferrarse al lugar reservado, ya no servía de nada. Había demasiada gente… y nos alegramos de no haber participado en aquel inútil ritual interminable de reservar un sitio.

Cinco minutos… mientras revisábamos la hora en el reloj de la cámara empezó el espectáculo. Decenas de miles de dólares en pirotecnia estallaban en el cielo de Sydney disparados desde ubicaciones diferentes: sobre el puente, tras la ópera, a un lado y otro de la bahía… Desde luego, no teníamos el mejor lugar para ver el despliegue pirotécnico pero éste era de tales dimensiones que todo el mundo podía ver, al menos, un trocito de cielo en el que estallara algún cohete llenándolo de color por unos segundos.

‘Pero, ¡espera un momento!’ ‘¿Ya es fin de año?’ ‘habrá una cuenta atrás o algo así, ¿no?’ ‘No sé, no sé… A ver, espera…’ ‘No, ¡nada!’ Petardos y más petardos pero ni idea de si ya habíamos entrado en el año nuevo o no. Escasos diez minutos después estallaba el último cohete… ‘¿Ya?’ ‘¿Ya es año nuevo?’ ‘Pues… ¡parece que sí!’

La multitud aplaudía y, tímidamente, se felicitaba el año nuevo… sin abrazos, sin besos, sin rituales… sin excesos en definitiva… En pocos minutos la muchedumbre empezó a desplazarse hacia la puerta del parque y los barcos que poblaban la bahía regresaban hacia el muelle.

¡Menudo invento lo de las campanadas! Al menos, uno sabe el momento preciso en el que se entra en el año nuevo y se abraza con los suyos, se besa y se desea lo mejor… Aquí, nada de eso. El espectáculo fue increíble, pero breve… sobre todo para la gente que se abrasó al sol desde primera hora de la mañana y esperó doce, quince horas, para sólo diez minutos de fuegos artificiales.

En fin, ‘¡Feliz Año Nuevo!’ Un año más. Un año menos…

No, los deditos de la mano proyectada en el puente no eran una cuenta atrás… ¡mira que era fácil!

Aún nos quedaban unos días para recorrer la ciudad. Caminamos por sus parques, y sus barrios, acabando casi siempre en el Circular Quay, con la imponente Ópera a un lado y el puente de la bahía a otro.

El edificio de la Ópera de Sydney fue diseñado por el arquitecto danés Jørn Utzon en 1.957 e inaugurado el 20 de octubre de 1.973. La ópera sobresale, majestuosa, en una porción de tierra ganada al mar en el interior de la bahía. La forma de las cúpulas que la conforman le dan un perfil único que la transformó en icono de la ciudad y una de las obras arquitectónicas más conocidas del Siglo XX.

Aún así, la obra no quedó exenta de cierta polémica. Para su cubierta se trajeron de Suecia todas y cada una de las pequeñas baldosas blancas que la recubren. Los costes de la obra superaron en un 1.400% el presupuesto inicial y Utzon fue despedido. Las discusiones políticas se alargaron a causa del excesivo sobrecoste y el escándalo impidió al arquitecto construir otras obras maestras. Utzon murió sin haber visto su obra finalizada.

La Ópera de Sydney es hoy uno de los templos del género más reconocidos en el mundo y es sede de la compañía Ópera Australia, la compañía de Teatro y la Orquesta Sinfónica de Sydney. En 2.007 fue declarada Patrimonio de la Humanidad.

No sólo recorrimos el centro, nos acercamos también a una de las playas de la ciudad, Bondi Beach (para quien quiera llegar hasta allí pronúnciese ‘bondai’). El barrio de Bondi no tenía mucho que ver con el centro de la ciudad, las casa bajas le daban un toque más de pueblo, con sus mercadillos callejeros y sus tiendas de surf. En la playa sobresalían los cuerpos de aquellos australianos deportistas que se cuidan… rubias de físicos impresionantes y surfistas con su moreno de serie. Cruzando el paseo, precisamente frente al Mc Donald’s (que tan graciosamente nos ofrecía Internet gratis, todo sea dicho), veíamos a los otros australianos, ese 55% de la población que tiene sobrepeso u obesidad. Un contraste bastante acusado fruto del culto al cuerpo impuesto como condición para el éxito por un lado y de la comida rápida y basura por el otro. Quedaba poco margen al término medio que tan bien representamos nosotros en aquella playa con nuestro moreno paleta y nuestros comedidos michelines.

Agotamos nuestros días en Sydney paseando por The Rocks, el primer barrio de la ciudad con un toque colonial difícil ya de ver en otras zonas. Y también por el Harbour y por la gran explanada que la ciudad recuperó allí, transformando una zona degradada de antiguas industrias en un agradable parque donde estrenaron el acuario, varios museos, paseos, jardines y diversas fuentes en las que la gente se refrescaba.

La visita a esa gran ciudad que conocimos llegaba a su fin. Allí despedimos el año en el que tomamos una decisión difícil, cambiando muchas cosas buenas por otras que no sabemos bien a dónde nos llevarán. Así que, por si acaso, seguiremos disfrutando del camino paso a paso, saboreando todo cuánto nos ofrezca y compartiéndolo aquí con quien guste -¡y aguante!-.

¡Feliz 2011!

6 Respuestas a “Día 204 – Despidiendo el año entre multitudes y colores

  1. Hola Chicos:

    Tal vez el huequecito encontrado para ver los fuegos, no era el mejor, pero sois buenos porque han vuelto a sacar fotos estupendas.

    Fotos del segundo lugar que recorren, que fue poblado con convictos. Tal vez por eso no sean tan efusivos en besos y abrazos.

    Besos y abrazos que espero poder darles este año.

    Hasta la próxima, que me pongo sentimental

    MM

  2. a ver, el sitio que encontrásteis era fantástico, sino, cómo pudiste hacer esas fotos de los fuegos sobre la ópera?entiendo esa «falta de campanadas» en finde año…nosotros en Suiza, esperábamos algo parecido…a las 12, la gente brinda y se felicita el año, sin más….menos mal que pudimos conectarnos a telemadrid desde mi maravilloso iphone y menos mal también, que en el hotel tenían unas uvas riquísimas para el desayuno!!!!
    os mando un besito muy fuerte, yo «gusto y aguanto», con muchas ganas de seguir recibiendo cachitos de vuestro viaje. un beso fuerte.

  3. Aguantaremos, aguantaremos… Así es mucho más fácil encarar las semanas.
    Aunque ver estas fotos de playas y bermudas, cuando en Barcelona vamos vestidos como cebollas, es realmente duro.
    Genial la última foto, por cierto, y ¡feliz año!
    Un abrazo,
    j.

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