Nos equivocamos. Huir del agobiante calor de las llanuras indias parecía, a priori, tarea fácil. Cogimos un par de trenes hacia el norte y nos plantamos en Shimla, una antigua estación de montaña en las faldas del Himalaya indio que los ingleses habían establecido para escapar, precisamente, de los rigores del verano premonzónico. No podía fallar. Pero falló.

Sergio con la camisa del viajero...
El pueblo, de apariencia más suiza que india, estaba totalmente invadido por la clase media alta de Delhi, que llenaba bares, terrazas, plazas y, por supuesto, los hoteles y albergues. Durante ocho largas horas estuvimos buscando un lugar para dormir… ‘lleno’, ‘no quedan habitaciones’, ‘tengo una pero sin ducha’ ‘¡ah vale! ¿con ducha compartida?’ ‘no, no, sin ducha’… regateando, buscando de arriba a abajo y de abajo arriba, separándonos en grupos, esquivando a los que te llevarían a una ratonera para llevarse una ínfima comisión…
Tras varios desplantes, engaños y mucha, mucha mala suerte acabamos los cuatro en un hotel aceptable pagando precios europeos. ‘Is peak season, Mister’, ‘lo sé, lo sé… y, por lo visto, la aprovecháis muy bien’. ¿Quién dijo que en India se podía dormir por un euro? Fue uno de los peores días del viaje, todo se nos puso en contra y acabó con la paciencia de los cuatro, que acabamos agotados mentalmente.
Mientras tanto, las calles estaban llenas de turistas indios que llevaban a sus hijos en cochecitos equipados con órganos a pilas que se alquilaban en la zona más céntrica. Era difícil avanzar entre esa estúpida multitud que sólo parecía estar preocupada por hacer alarde de su riqueza; su nuevo móvil, su polo de marca, el tamaño de su cartera mientras miraban superados a su hijo que lloraría hasta que le compraran su próximo efímero capricho. ¡Qué lejos quedaba el indio medio que habíamos conocido! Aquel amable, humilde, sencillo… En los restaurantes los indios se dirigían a los camareros en inglés, queriendo mostrar así su estatus social superior. Si el camarero no entendía bien, ellos no iban a rebajarse y hablarle en hindi, ¡no!, seguimos repitiéndolo en inglés hasta que lo entienda. Después, la conversación privada de esas mismas personas se desarrollaba en hindi. Una situación bastante desagradable, la verdad.
A las pocas horas de haber llegado a Shimla lo teníamos todos muy claro. Había que salir de allí como fuese. Sí, la temperatura era muy agradable, pero hubiésemos cambiado sin dudar ni un instante esa estúpida ‘Disneylindia’ por cualquier otro lugar más al sur, más indio, más real, soportando con gusto de nuevo el calor, la suciedad y los olores.
Al día siguiente fuimos a la estación de tren y, después a la de autobús, donde hicimos una cola de hora y media para conseguir los billetes que nos sacarían de aquel lugar. Durante ese tiempo, además de esperar, tuvimos que placar a todo aquel que se intentaba colar en la fila, algo de lo más normal en India que, además, se hace con total impunidad. A los diez minutos de nuestro aleccionamiento de cómo formar –y respetar– una fila ya teníamos a cuatro o cinco indios de nuestro lado que lanzaban un grito cuando veían a algún espabilado que quería colarse y le señalaban el final de la interminable cola ante su total estupefacción… Luego nos miraban buscando en nuestra cara una expresión de complicidad ‘Así, así ¡bien hecho!’ les decíamos.
Tras unas diez horas de autobús nocturno llegamos a nuestro siguiente destino que, por fortuna, resultó ser un remanso de tranquilidad. Estábamos en Mc Leod Ganj, un pueblo más en las montañas que pasaría totalmente desapercibido sino fuese el lugar donde se encuentra la actual residencia del Dalai Lama y el gobierno de Tibet en el exilio.
Hasta mediados del siglo pasado Tibet era un país más, con su idioma, costumbres, su bandera y su soberanía. Un país que había estado ahí, en el altiplano más elevado del mundo, durante más de dos mil años, siempre en paz, sin molestar a nadie. Tibet era un lugar de gentes humildes, monjes y campesinos, encerrados en su aislamiento geográfico siguiendo una vida sencilla, fiel al budismo, con un respeto máximo a la naturaleza y a todo ser vivo.
Pero esa vida tan tranquila, tan pacífica, no debía ser buena. Al menos así lo pensaba China, su país vecino, que en 1.949 decidió invadir Tibet para ‘liberar’ a sus habitantes. Y sí, queridos lectores, la pregunta que se están haciendo al leer esto continúa aún sin respuesta: ¿Liberarlos de qué? Simplemente, no se sabe.
40.000 soldados chinos invadieron el país por sorpresa enfrentándose a menos de 6.000 soldados tibetanos que formaban el ejército del país. Ante tal inferioridad numérica, el gobierno tibetano intentó parar la invasión por vía diplomática. El 23 de mayo de 1.951, una delegación tibetana se dirigió a Beijing para negociar la libertad del Tibet pero allí fue forzada a firmar un acuerdo que declaraba la ‘liberación pacífica’ y anexión de Tibet a China. ‘Si lo sé no vengo’ debieron pensar los pobres tibetanos.
A pesar de la inferioridad del ejército, la resistencia tibetana se organizó en pequeñas guerrillas que fueron reuniendo a jóvenes para luchar por la liberación del país. La fuerza de ‘Soldados Voluntarios para la Libertad del Tibet’ llegó a alcanzar los 5.000 miembros. Ese ejército joven, popular y casi espontáneo se enfrentó en 103 batallas a los chinos y llegó a controlar partes del sur del Tibet. Pero casi sin armas y entrenamiento militar fueron finalmente superados por el inacabable número de soldados chinos que llegaban desde la retaguardia para controlar el Tibet.
El 10 de mayo de 1.959 se produjo en Lhasa una gran insurrección popular. La rebelión acabó con miles de tibetanos muertos víctimas, en su mayoría, por los disparos indiscriminados que el ejército chino dirigió a la multitud que reclamaba, pacíficamente, la libertad de su tierra. El decimocuarto Dalai Lama, la figura espiritual más importante del budismo y el dirigente político del país, no podía continuar de forma segura en Tibet. Una mítica caravana a caballo consiguió llevarlo escondido hasta la frontera india, evitando los controles chinos y superando las altísimas montañas que separan los dos países. Desde entonces, tanto el Dalai Lama como el gobierno tibetano viven en el exilio en Mc Leod Ganj.

La residencia del Dalai Lama en Mc Leod Ganj
Desde la invasión, China ha actuado con políticas que tratan de eliminar la identidad tibetana y fomentan el reasentamiento de chinos en la zona, convirtiendo a los tibetanos en una minoría en su propia tierra. Más de 1,2 millones de tibetanos han muerto por culpa de esta ocupación víctimas de luchas, hambruna, ejecuciones y trabajos forzados.
Más de 6.000 monasterios y templos han sido destruidos. Miles de tesoros materiales y espirituales han sido expoliados, quemados o destruidos. China utiliza Tibet como base militar y como zona de pruebas nucleares. La mera supervivencia de la cultura tibetana y su identidad está bajo una continua amenaza.
Y, aunque la invasión tuvo lugar hace más de sesenta años, el hambre y la tortura siguen siendo parte integral de la vida de los tibetanos. La superpotencia china cada vez más rica y más reconocida a nivel internacional sigue violando derechos humanos en Tibet, tanto individuales con los presos políticos, como colectivos contra el pueblo tibetano. Existen cientos de testimonios, fotografías y vídeos que así lo demuestran aunque la comunidad internacional, por lo general, mire hacia otro lado.
Un ejemplo es el de Rinzin Choenyin, una monja que el 22 de enero de 1.989 participaba en una manifestación pacífica por el Tibet libre, deseando larga vida al Dalai Lama. Fue arrestada, interrogada y torturada durante dos meses. Colgada en ocasiones del techo recibiendo descargas eléctricas y otros tipos de torturas. Fue sentenciada a siete años de prisión, sin apenas comida, obligada a trabajos forzados y con la prohibición de realizar sus rezos. Cuando salió de prisión no pudo unirse de nuevo a su congregación y sus familiares y amigos estaban demasiado asustados como para mantener relaciones con ella. Se fue a India donde fue recibida por el Dalai Lama: ‘Él me recibió pero no recuerdo nada de lo que pasó allí. No podía parar de llorar’.
Desde 1.959 más de cien mil tibetanos han huido a los países vecinos del sur en un penoso éxodo atravesando los pasos de montaña más altos del mundo, huyendo de la opresión y persecución china. En Mc Leod Ganj conocimos en persona a diversos jóvenes que habían tomado ese mismo camino hacía apenas tres o cinco años. Para alcanzar India, todos ellos habían caminado durante más de cuarenta días seguidos cargando con lo que podían, evitando las patrullas chinas en el camino. Miles de personas han perdido la vida en ese éxodo, asesinadas o víctimas de las extremas condiciones de la montaña o de las congelaciones.
Mc Leod Ganj es un lugar agradable y tranquilo para los estándares indios, donde se oye hablar tibetano en cada esquina y abundan los puestecitos de artesanías típicas. Quizás, un pedazo desgarrado de la esencia del Tibet donde se puede ir a aprender la dura historia reciente de un país borrado de los mapas por la fuerza, que vive con poca esperanza de recuperar su tierra… De todas formas, lo más sorprendente, es que el tibetano, siguiendo el espíritu del Dalai Lama, afronta el futuro sin ningún ánimo de venganza (ni colectivo ni individual) hacia China. Una verdadera lección de lo que debería entenderse cuando alguien pronuncia la palabra ‘Paz’.
Y si les hubiese gustado ver y leer algo más del Tibet en este blog no nos culpen. El gobierno chino se esfuerza en limitar la llegada de visitantes extranjeros a la zona. A nosotros nos hubiese encantado poder mostrarlo.
Nuestra programación de viaje no nos ayudó pero, si coincide, es posible acudir a alguna de las lecciones que el Dalai Lama ofrece gratuitamente en Mc Leod Ganj. Aquí pueden ver el programa. Martina y Sergio sí pudieron asistir. Aquí podéis ver sus impresiones.
Pues qué queréis que os diga, yo seguiré entrando cada mañana al blog para acompañar el café…
Un abrazo,
j.
Independientemente de tener o no tener criterio, cosa siempre relativa,…me atrevo a decir que la foto de la «barbería» es de premio internacional!!!!!! He dicho. Brutal.
Y egoístamente añado…qué guai teneros ya por aquí ;-D. La big sis.
Uff la historia de Rinzin Choenyin me ha emocionado, y he acabado el post casi llorando… Tengo ganas de veros. Un beso,
impresionante las cosas que pasan en el mundo, y más impresionante aún: que se permitan!!!!estoy con Vero….la foto tiene mucha tela!!!canela fina!
por cierto, Sergio y tú….compartis camisa?
Este me lo había perdido. A veces me extraña que no se reivindique más por el Tibet y su libertad.
Tal vez porque ellos son muy pacíficos.
MM